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Hace varios
meses atrás estuve en un evento en San Blas, Petare. Se estaba pintando un
mural con jóvenes y niños. De pronto, por distintas vías, fueron apareciendo
personas de todas las edades con bolsas de basura y se posaron frente al mural
en proceso. Extrañamente no las amontonaron en algún rincón. Ni siquiera
llegaron a tocar el piso. Pasaron largos cinco minutos en esta actitud, entre
la observación y la espera. Parecía la escena de alguna película de realismo italiano.
Entonces llegó el camión del aseo y se fueron acercando por grupos. Con
celeridad y cuidado depositaron bolsas y cajas. Una vez el camión continuó su
ruta, la gente se dispersó. La artífice de esa singular coreografía, producto
de varios años de tenaz esfuerzo, se llama Katiuska Camargo.
Hija de Enma
Camargo y Miguel Matos, creció parte de su niñez en San Blas. Estudió tres años
en Colombia para luego regresar a Caracas. Estuvo internada en un colegio de
monjas en Guarenas donde dice haber recibido formación en valores: solidaridad,
amor al prójimo, trabajo en equipo. Allí aprendió a tocar instrumentos
musicales y se acercó al teatro. Podía subir a su casa cada quince días.
Ya
definitivamente en Caracas estudió en el liceo que está en su barrio, el Simón
Bolívar. Se enamoró a los quince y a los diecisiete, con el amor de su vida,
tuvo a Génesis, su hija que ya suma 23 años. Su embarazo la obligó a dejar los
estudios porque “para esa época no era tan fácil estudiar estando embarazada”.
Pospuso sus estudios unos años, hasta que logró retomarlos. Se formó con un
plan de Chevron de Venezuela y British Petroleum, a finales de los 90, como
asistente administrativo. “Tuve la dicha de que mi acto de graduación, luego de
dos años y medio, fuese en La Estancia, ese lugar tan maravilloso”.
Katiuska es
activista del movimiento Democracia, Sociedad y Desarrollo Venezuela desde mayo
del 2017. Desde entonces se ha ido conectando con diversas experiencias de
organización y acción social, entre ellas Haciendo Ciudad, con la que ha
participado en la elaboración de diversos murales, dentro y fuera de Petare,
sobre todo buscando transformar espacios con la participación de la gente.
—¿Desde cuándo haces activismo
comunitario?
—Después de
haber sido víctima de la represión policial, y de ver tantas cosas graves
durante las protestas del 2017, decidí participar de manera más contundente,
porque ya tenía tiempo participando como líder comunitario en el barrio San
Blas.
Desde
pequeña, siempre he estado pendiente de los espacios públicos. De hecho, a los
20 años comencé a apoyar a un consejo comunal, aunque no me gustaba esa figura.
Yo pensaba que el trabajo organizado podía traer cosas positivas. Comencé, sin
ser miembro de ese consejo, a realizar jornadas de limpieza, jornadas para
niños y ancianos, en festividades, carnavales, días de la madre. Nada de eso se
celebraba ahí.
—Dices que tu graduación fue en La
Estancia, un jardín maravilloso que uno quisiera se reprodujera, aunque fuese
en pequeña escala, por muchos lugares de la ciudad. San Blas tiene una vista
espectacular, un paisaje que permite ver hasta las zonas de El Hatillo. ¿Se
pueden lograr espacios así en Petare?
—La Estancia
es uno de los lugares que más me gustan de Caracas. Mi mamá tuvo la suerte de
que dos de sus hijos tuviésemos allí nuestro acto de grado. Mi hermano mayor se
graduó de una escuela de carpinteros/ebanistas de la Colonia Tovar, que fue
fundada por alemanes. Estar en ese lugar fue bellísimo. Siempre he pensado que
lugares así, llenos de tanto verdor, tan limpios, son un ejemplo, y me he
preguntado por qué en los barrios, a los que les hace falta tanto verde, no
tenemos espacios como este.
Hay muchos
terrenos baldíos que podrían utilizarse. Inclusive, hay casas mal elaboradas,
que están en riesgo, que se podrían sustituir para crear espacios para el bien
común. Espacios recreativos para la comunidad. No solo en Petare, sino en todos
los barrios de Caracas, hay espacios que pueden convertirse en espacios verdes.
Pero tomando en cuenta que los terrenos planos suelen estar copados, estaría
bien apostar también a los jardines verticales.
—A pesar de que en los barrios buena
parte del verde desapareció, todavía quedan parches y laderas con vegetación,
que deberían protegerse, o buscar la forma de interconectarlos. ¿Lo ves viable?
—En el
sector La Machaca, que está antes de San Blas, hay una colina en la que en
algún momento pensaron en construir un espacio comunitario, pero fue tomado por
guardias. Yo allí me imagino un parque donde los niños jueguen, donde los
adultos puedan ir a reunirse con los amigos, tomarse un café y observar el paisaje
maravilloso que la bordea, que es bellísimo. Un lugar para actividades
culturales.
Alguna gente
en el barrio me ha dicho que me mude al Country, porque siempre estoy
barriendo, con mi campaña ciudadana para que la gente no lance la basura a la
calle, para que mantengamos los espacios comunes limpios. ¿Acaso la gente del
Country es más valiosa que la gente del barrio? No entiendo por qué hay siempre
esa distancia entre las urbanizaciones y el barrio. Que el barrio siempre se
margina. La gente, a la larga, es la que se margina.
—¿Sólo porque la gente se margina, o
crees que hay otras razones para que el barrio ocupe ese lugar al margen?
—Se ha hecho
mucha publicidad negativa al barrio: que allí es donde están los delincuentes,
los vendedores de drogas, que hay mucha desidia comunitaria, que no se cumplen
las leyes, que no hay normas de convivencia. Es verdad que la anarquía se
apoderó de las mentes de muchos de los que habitan en el barrio. Yo no me
incluyo, porque desde pequeña me enseñaron a respetar el espacio del otro. Para
mí siempre ha sido muy difícil, un contraste fuerte, un choque, porque me
acostumbré a vivir pensando y soñando que yo estaba dentro de una urbanización,
porque siempre tuve la oportunidad de calar en esos espacios.
Para mí es
muy duro cuando escucho a un vecino marginarse a sí mismo del resto de la
ciudad. Cuando dicen: “Eso es cosa de sifrinos, de millonarios”, o dicen:
“Imagínate, pero si es que yo vivo en el barrio”. Para algunos, si tú tienes
una casa bonita en el barrio entonces “eres rico”.
—¿Eso es mal visto dentro del barrio?
—Terrible.
Se crean enemistades, se fomenta la envidia, la rabia, la frustración, para los
que, por ejemplo, no pueden tener un buen carro. Eso es sinónimo de que eres
rico. A mi esposo muchas veces le han rayado el carro cuando lo estaciona
frente a la casa. Hay frustración por no poder acceder a lo material. Pero yo
creo que esto es una decisión de cada quien. Vivir bien es una decisión.
—¿Has pensado mudarte “al Country”?
—Como toda
persona que quiere evolucionar, yo siempre he soñado. Nosotros vivimos en un
ranchito de tablas, y yo le decía a mi mamá “cuando sea grande usted va a tener
una casa con tantos cuartos, va a tener agua con tuberías”, porque no teníamos
eso, no teníamos baño, “usted va a tener una lavadora que lave sola, y una
máquina que seque la ropa”. Y mi mamá pensaba que yo era muy soñadora. Ella me
decía: “Hija, eso es imposible, nosotros no podemos tener eso”.
Escuchar a
mi mamá decir que era imposible que nosotros viviéramos bien, para mí fue un
reto. A los 19 años empecé a ayudar muchísimo a mi mamá. Ya la casa no era un
ranchito, porque ella le había echado mucho pichón, pero no eran las
condiciones que yo soñaba: un baño con cerámica, que el agua de la poceta
bajara con una manilla. Gracias a dios mi esposo me ha ayudado mucho, así como
el jefe de mi mamá, que también es mi jefe, ayudó a hacer parte de ese sueño de
urbanismo interno. Ahora ella tiene una casa muy linda, con una vista
maravillosa al barrio. Ya yo no vivo en San Blas, sino en Barrio Nuevo (también
en Petare), porque a los 23 años se nos dio la oportunidad de comprarla. Eso
era como romper el paradigma de los muchachos del barrio: teníamos casa, carro,
moto, y una niña estudiando en una escuela.
Siempre he
pensado en mudarme, porque me encanta vivir bien, que mi sueño no se perturbe
ni yo perturbar el sueño de otros. Nosotros vivimos en la anarquía de la música
a todo volumen, a la hora y el día que sea, sin importar si el vecino está
cansado o enfermo. Hace unos años se metieron a la casa y nos robaron, nos
dejaron sin nada. Eso me hizo sentir una rabia abismal hacia el barrio. Ni
siquiera quería ya mi casa. Hasta que me nivelé y volví a querer mi casa.
Empecé a hacer cosas en el barrio para amarlo. Yo siempre me digo que yo vivo
en el barrio, pero que el barrio no vive en mí. Son dos cosas totalmente
distintas.
—Obviamente el barrio no es solo
anarquía y problemas. ¿Hay cosas del barrio que viven en ti, que reivindiques?
—Reivindico
sobre todo a los vecinos del barrio donde nací. Amo a la gente de mi barrio,
estoy muy ligada a ellos. Muchos han fallecido, por su edad. Buena parte de mi
activismo lo dedico a ese lugar. Ayudo a mis vecinos en lo que está a mi
alcance. Pero donde vivo es distinto. Allá duermo, pero no tengo la misma
conexión. Sin embargo empecé a amar ese barrio porque soy parte de esa
comunidad. Lo que afecta a la comunidad también me afecta a mí. Si yo puedo
aportar para el rescate de espacios públicos en otros sectores, ¿por qué no
hacerlo en el lugar donde vivo? Así que me metí a mí misma una dosis de
conciencia ciudadana, y allí estoy haciendo cosas con los vecinos, con un
reconocimiento mutuo.
—Como tú hay mucha gente que siente
esa necesidad de salir del barrio, pero muchísimos otros ha optado por
quedarse, algunos incluso con la idea de transformarlo. Ese parece ser en este
momento tu caso, al menos mientras habitas en Petare. ¿Qué te has planteado
transformar?
—Ya lo
hacemos: rescatamos espacios públicos, avenidas, adyacencias de escuelas, donde
existe anarquía en relación con la disposición de la basura, con la venta de
licores o de estupefacientes. De hecho logramos quitar una venta de drogas que
estaba a escasos metros de la escuela donde crecí. Yo fui la que le di el
empujón, para que entre otros le diéramos mayor calidad de vida al barrio. En
cinco años hemos rescatado siete espacios, que han dejado huella.
—¿Se mantienen recuperados?
—Sí, se
mantienen. Cuando vemos que empieza a “cojear” una pata de la mesa, agarramos
las escobas, las palas y nos vamos a hacer limpieza y a generar conciencia
entre los ciudadanos que ahí habitan. El año pasado me uní a la ONG Haciendo
Ciudad, que nos ha apoyado en el rescate de espacios, metiéndole color con
murales, que eso ayuda muchísimo. Cuando se transforma un sector en un barrio,
que ha estado acostumbrado a convivir con la basura, con la desidia y la
anarquía, el cambio que se produce en la gente es bellísimo, sobre todo cuando
los niños y los jóvenes participan en la elaboración de esos murales, porque
les da sentido de pertenencia. No importa ya la tolda política, si eres un
delincuente o formas parte de un colectivo, no lo vas a dañar si ves a un niño
ayudando a pintar ese mural.
—Siempre me ha resultado inquietante
que se acumule tanta basura al lado de las escuelas, por cierto no solamente en
los barrios. ¿Qué explicación le das a este fenómeno: el lugar que deberíamos
proteger y exaltar más, por el valor que supone, está asediado por la basura?
—No soy ni
psicóloga, ni socióloga, ni trabajadora social, pero me he dado cuenta de que
la conducta de los representantes es de facilidad. Cuando llevan al muchachito
a la escuela, y ven que hay una bolsita en la esquina, aprovechan y dejan su
basura ahí. Digamos que “matan dos pájaros de un tiro”: dejan al niño en la
escuela y lanzan la basura, sin darse cuenta del grave daño que le están
haciendo a sus hijos que estudian allí, porque aparte de la contaminación
visual es un tema de salud pública. Lo veo como dejadez, como si no les
importara.
Cuando hablo
con las personas, cosa que hago a diario, y les pregunto por qué lanzan la
basura al lado de donde estudian sus hijos, la respuesta es: “No me había dado
cuenta que eso ocasionaba un daño a los niños”. Aquí el problema radica en que
se nos olvidó el ejercicio de la ciudadanía.
—¿Cómo caracterizarías ese ejercicio?
—Cuando
respetas el derecho del otro. Si tú transgredes esos espacios públicos, estás fomentando
la anarquía en esos niños. Le estás enseñando que no importa que ensucies la
escuela donde estudias. Le estás diciendo que eso es normal, porque eso se
normalizó aquí.
—Tengo la certeza de que eso no solo
sucede en el barrio.
—En estos
días estuve en el centro de Caracas, donde hay un colegio de religiosas muy
conocido, y había basura alrededor. Una amiga mía me mandó unas fotos y me dijo
que quería que fuese a ver esa situación. Allí hay hijos de profesionales, que
viven en urbanizaciones aledañas.
—En relación con el “comportamiento
ciudadano”, hay escuelas en las que los niños llegan y salen en carro, y suele
suceder que los representantes ocupan las aceras, los rayados, detienen el
tránsito, sin importarle si afecta a los demás. La falta de conciencia está
también allí. Digo esto porque las escuelas parecieran estar ausentes de lo que
sucede a su alrededor, del desafío de transformar la ciudad, sea en el barrio o
en la urbanización.
—Vuelvo a
citar a la escuela Simón Bolívar, en San Blas, donde estamos realizando una
labor importantísima para despertar la conciencia, incluso de quienes la
dirigen. A la junta directiva y a los padres y representantes no les importa lo
que sucede afuera del portón de la escuela. Lo que me dicen es que no se quieren
meter en problemas. Parece que se les olvida que deben velar por las
estructuras externas, el espacio que la bordea. Si dentro de la escuela le
enseñáramos realmente a los niños, así mamá y papá no lo hagan, que no deben
botar basura en cualquier lugar, y que deben proteger su escuela, esos niños
van a ir enseñando a papá y mamá que no boten la basura por ahí, o que no se
estacionen obstaculizando el paso o irrespetando las normas que protegen a los
peatones. El niño terminará siendo el maestro cuando en las escuelas se
refuerce esa conciencia ciudadana.
—Se supone que nos deberíamos educar,
sobre todo, para convivir. Pero pareciera que no se educa para convivir en ese
lugar específico en el que estamos. Parece haber un divorcio de la escuela, no
solo con lo que está “afuerita”, sino con la vida que vivimos. No nos educamos
para transformar la realidad, sino para insertarnos en ella.
—Las canchas
deportivas que están cerca de las escuelas sufren la desidia comunitaria y de
las propias escuelas, porque muchas no tienen canchas propias, sobre todo en
los sectores populares, y terminan usando las que están cercanas, que son de
uso común. Allí termina imperando también la anarquía social, vecinal,
familiar.
—¿Qué oportunidades ves tú en Petare,
desde ese deseo de cambio?
—Mejorar
todo lo que es el manejo de los desechos sólidos, también la vialidad. En esto
hemos estado trabajando desde la autogestión comunitaria. Si los entes públicos
no responden, nosotros tenemos que actuar, porque de hecho somos los más
afectados. Hemos ido arreglando calles, botes de aguas negras, de aguas
blancas. Hemos ido desarrollando ese proyecto de urbanismo interno. Ahora, si
hablamos a largo plazo, en Petare y en todos los sectores populares yo quisiera
ver verde, para que la gente se pueda sentir dentro de lo natural. No es fácil,
pero claro que se puede, de hecho existen también los jardines verticales.
—Al principio cuando hablaste de
“urbanismo interno”, lo hiciste para referirte a tu propia casa, ahora lo
utilizas para hablar del espacio común, de la comunidad. Ese mejorar tu casa y
las condiciones de vida de la comunidad, ¿será suficiente para resolver este
divorcio entre el barrio y el resto de la ciudad?
—Yo siempre
me he preguntado las dos cosas: por qué nos excluyen y por qué nos excluimos.
Yo viví la experiencia de El Calvario Puertas Abiertas y pienso que no es
imposible plantearse algo más allá. Cuando estuve apoyando la realización de
los murales, muchos vecinos me contaron que antes era peligroso, que había
delincuentes, pero que hicieron como un pacto para vivir en paz. Y qué bien se
siente que a tu barrio puedan ir turistas. Cuando a mi barrio va algún medio de
comunicación yo me siento orgullosa, sobre todo en el sector donde nací y donde
hemos hecho nuestro trabajo. Antes me daba pena tener invitados y que el barrio
estuviera sucio. Cuando viene gente de afuera y se siente confortable en tu barrio
es que uno siente que vale la pena incluirse y dejarse incluir.
—A veces la riqueza particular del
barrio no es reconocida ni siquiera por sus propios habitantes. Hay casas
maravillosas, de gente que ha dedicado toda su vida a hacer crecer y mejorar su
vivienda. El problema parece estar en el espacio común. ¿Cuáles son las trabas
para que la gente se sensibilice y organice en función de que esos espacios se
transformen y dejen de estar desintegrados de la ciudad, y exigir a las
autoridades que corresponde para que esa integración se dé?
—Yo creo que
eso está cambiando. Lo estamos haciendo en San Blas, Carpintero, Barrio Nuevo,
La Machaca. En Mesuca hay dos espacios que se han transformado en los que ni
siquiera estuve participando, apenas fuimos una referencia, porque se enteraron
que arriba estábamos unos vecinos rescatando espacios. Lo más difícil es dar el
primer paso. Reconocer aquello que no está bien en el sector, que lo afea,
depende mucho de nosotros, de cada uno de los que allí habitamos. Una vez que
das ese paso de recuperar un espacio te sientes orgulloso y quieres seguir.
Eso lo hemos
visto con vecinos que no se involucraron, que se convirtieron en mis “enemigos”
cuando decidí eliminar un bote de basura de 35 años. Me decían que yo me creía la
dueña del barrio. Y en esos cinco años de lucha entendí que sí, que yo era
dueña del barrio, que quería verlo urbanizado, y les decía a los demás: “sé
parte del barrio, en vez de insultarme ayúdame a limpiar, ven con una escoba o
con una bolsa”. Al cabo de un año ya nadie ponía basura allí. Hoy, cinco años
después, puedo decir con orgullo que el aseo puede estar una semana sin pasar,
y la gente no pone la basura en la calle. Nos hemos organizado, a veces
contratamos camiones, metemos la basura en bolsas negras, las llevamos a un
vertedero que está en Mesuca.
—¿Cómo lograron eso que vi en San
Blas, de que todos salieran simultáneamente a colocar la basura en el camión,
como si hubiese un código secreto que activó aquella procesión?
—Hoy me
siento orgullosa de haber recibido insultos, porque era un trabajo constante.
Casi pierdo mi matrimonio, porque yo decidí que iba a recuperar ese espacio,
que iba a organizar ese lugar. Dormía en un sofá en casa de mi mamá porque
tenía que estar pendiente, porque había gente que sacaba la basura y nos la
dejaba en el sector. Como a las tres de la mañana ya teníamos el cerro de
basura, pero yo me levantaba más temprano y me escondía. Le decía a la gente:
“¡epa señor, ahí no se lanza la basura! ¿Usted no entiende que esto no es un
vertedero?”. Entonces funcionó el radio bemba: “allá adelante no se puede botar
basura”.
Los vecinos
ya se habían concientizado, pero venían personas de más de seis sectores a
dejarnos la basura ahí, en carros, en motos, a pie. Eso fue un trabajón de un
año continuo, todos los días ahí. A veces estaba sola, otras veces me
acompañaban otros vecinos.
—¿Los que te decían que te creías
dueña del barrio cambiaron?
—Totalmente.
Muchos de los que me decían improperios me decían: “hoy no me puedo quedar,
pero aquí te dejo unas bolsas”. Ver al que te adversa unirse a la causa para mí
era un logro. Cinco años después, en ese que fue nuestro primer espacio
recuperado, nadie pone basura.
—¿Y los servicios de recolección de
basura funcionan igual que en el resto del municipio Sucre?
—No
funcionan con la misma eficiencia ni constancia. Yo he estado muy relacionada
con el IMAPSAS (Instituto Municipal Autónomo de Protección y Saneamiento
Ambiental de Sucre), y eso me ha permitido conocer su metodología de trabajo.
Su prioridad es mantener limpias las vías principales, por un tema político. Se
enfocan en las áreas más transitadas, como para que no estén en tela de juicio
las funciones de quien deben garantizar la recolección de desechos en cada
rincón del municipio, incluidos los sectores populares.
En este
momento el aseo está entrando en los sectores populares, al menos donde tengo
incidencia, una vez a la semana. Imagínate lo fuerte que es esto para los
vecinos, tener que almacenar la basura. Algunos hasta han decidido congelar los
desechos orgánicos para sacarlos cuando llega el camión. Hay otros que preparan
comida para los perritos de la calle con esos desechos. La creatividad ha
imperado en este tema. La situación ha sacado lo mejor de la gente, pero
también lo peor: hay gente que deja la basura en la iglesia.
—¿Cuál es la estrategia para que los
espacios recuperados se sostengan, más allá de la vigilancia y la presencia
constante? Siempre me ha llamado la atención que los espacios donde hay
imágenes religiosas la gente las respeta, no lanza basura y por lo general se
mantienen bien.
—La idea es
que estos espacios se mantengan en el tiempo y que las personas no lo cuiden
solo porque hay una figura de mando, presionando para que se mantenga limpio el
espacio, sino todo lo contrario: es un llamado a la conciencia. Que las
personas que habitan en los alrededores lo sientan suyo y lo cuiden. Es cierto
que las imágenes religiosas ayudan, y como te dije, el que los niños y jóvenes
participen, en cierta forma es parte de ese culto de protección. Lo hace un
espacio sagrado, diría yo. Si alguien daña el trabajo de un niño, esto puede
desatar un conflicto vecinal. Pero en relación con lo de las imágenes, estoy
viendo con mucha preocupación que cerca de las iglesias están dejando basura,
porque se está desvirtuando ese respeto. Habría que ver qué fenómeno social se
está dando para que esto ocurra.
—Cambiemos al tema de los jóvenes y
la ausencia de oportunidades. ¿Qué política deberíamos esperar del Estado, qué
se puede hacer desde la sociedad para incluirlos en procesos productivos
reales, sostenibles, que los aleje de la violencia como opción?
—Yo crecí en
ese entorno de violencia. Yo tengo tres hermanos varones mayores. Uno ya no
está. Ellos querían ser delincuentes. Entendí entonces que ser delincuente era
una opción, simplemente porque vivías dentro del barrio. Si no eras delincuente
eras literalmente un pendejo. Y mi mamá tuvo mucho que ver en que esos
muchachos no fueran delincuentes. Cuando ellos le demostraban a sus amigos que
podían guardarles el arma o la droga, salía yo: “mami, debajo de la mesita de
noche hay armas, hay drogas”. Ella no era alcahueta: las agarraba y las botaba
y después les daba una cueriza por las piernas. Para estar solita era
impresionante el temple que tenía mi madre. Nunca permitió que sus varones se
le desviaran. La opción de ser delincuente siempre está latente, pero tiene
mucho que ver con la familia.
—¿Qué oportunidades tuvieron ellos
para no tomar ese camino?
—Mi mamá
siempre nos inculcó que teníamos que estudiar. Al segundo de mis hermanos lo
tuvo que sacar del país para Colombia cuando tenía 17 años, porque lo iban a
matar. Él estudiaba en la Simón Bolívar, y de ahí teníamos que salir escoltados
por los profesores, porque teníamos un primo que era delincuente, y esto nos
convertía en “enemigos” de esas bandas. En Colombia se puso a trabajar y se
quedó un tiempo prudencial hasta que regresó a Venezuela y aquí se formó y
comenzó a trabajar como electricista, ahora trabaja independiente y es papá de
tres hijos.
No fue fácil
para mi mamá lidiar sola con esa realidad del barrio. Éramos como 50 muchachos,
10 hembras y el resto varones, donde todos consumían drogas, tomaban licor o
eran parte de un grupo de delincuentes.
—Me estás diciendo que el peso
termina recayendo todo en la familia, muchas veces en madres solas. ¿recuerdas
políticas que hayan generado oportunidades para que esta situación realmente
disminuyera, y para borrar esa frontera entre los que son del barrio y los que
no?
—En aquella
época, cuando estuve en el INAM, veía la ética de los trabajadores sociales que
me cuidaban, a finales de los 80 y principios de los 90, ellos venían desde
Guarenas hasta mi barrio para ver las condiciones en que vivía, para saber cómo
estaban mis hermanos, psicológica y económicamente. Ellos se ocupaban de que no
faltara nada, para que cuando yo llegase el fin de semana, pudiese estar
tranquila, estable. Mi hermano menor, que era especial, tenía una ayuda por
parte del Estado, para que pudiese estudiar en una escuela para niños con necesidades
especiales en Los Palos Grandes.
Sí se
ocupaban, recuerdo que había muchos programas de cultura y deporte. Teníamos
incluso en las escuelas, públicas y privadas, formación ciudadana. En San Blas
teníamos educación de maestras y religiosas, una mezcla y un contraste que nos
ayudaba a formarnos como ciudadanos. Si rayábamos las paredes los castigos no
eran agresivos, sino que nos daban un pote de pintura y nos ponían a pintar la
escuela. Había normas y se cumplían. Ahora no. El Estado se volvió cómplice.
Las
políticas del Estado deben ser contundentes, pero deben estar tomadas de la
mano de la participación ciudadana.
—En relación con la acción de la
policía en el barrio, sabemos del abuso, del irrespeto de los derechos de la
gente ¿Cómo es tu acercamiento?
—Cuando era
pequeña yo quería ser policía, porque veía allí una figura protectora, que
defendía al más vulnerable. Pero mi abuela decía que esa no era una carrera
para niñas. Siempre pensé que el policía era un superhéroe, que protegía,
cuidaba, acompañaba, pero en estos años de violencia hemos visto que muchos
decidieron ser delincuentes uniformados. He sido víctima de la violencia de la
Policía Nacional Bolivariana, que me golpearon con garrotes, desde motos en
marcha, por el simple hecho de que llevaba la bandera de nuestro país en alto,
sin agredirlos ni siquiera verbalmente, porque siempre los he respetado.
Ha sido
difícil, pero he mantenido una posición de enseñarles que son parte de la
comunidad y parte de esta sociedad. Mucha gente piensa que estoy loca, pero me
ha funcionado. Yo decidí hacer mi propia campaña de perdón, lo hago cada vez
que veo a un uniformado, sea PNB, Guardia Nacional, CICPC, Sebin, me acerco, le
estrecho la mano, y les digo: “somos hermanos, es hora de que hagan las cosas
mejor”.
En la
comunidad, en líneas generales, cuando se trata de pedir apoyo policial, para
proteger algún sector específico, tardan muchísimo en llegar. Cuando llegan la
frustración de la gente es enorme y comienzan a insultarlos. Hay que fomentar
valores dentro de las fuerzas policiales. Estaba leyendo las noticias de la
mamá del beisbolista que secuestraron, y estaban implicados cinco funcionarios
policiales en Maracaibo. Uno se pregunta: “¿ellos son los que nos van a
proteger?”. El problema está en las bases morales. La situación país la han
tomado como excusa para cometer delitos.
—Al inicio me comentaste de tener
carro como un logro, y ciertamente lo es. Pero si en la ciudad todos tuvieran
carros sería inmanejable. El problema es que en el barrio no hay un buen
sistema de transporte público. ¿Cómo asume la gente esto, como un mal
inevitable, o como una ausencia de políticas de Estado para con el barrio?
—El servicio
de transporte, en general, está fatal. Además la vialidad está muy deteriorada,
más aún en los sectores populares porque seguimos marginados por las
autoridades. Nadie se preocupa de que hay vías por donde deben transitar
ambulancias, bomberos. El otro día, a mediodía, en la redoma de Petare grabé un
vídeo de la cantidad de personas tratando de llegar a sus casas y era terrible.
El medio
alterno de más ayuda han sido los mototaxis, porque el traslado es rápido y,
paradójicamente, más seguro ante la delincuencia, porque los autobuses son
atracados a diario, sin que los cuerpos policiales hagan algo. En cambio los
mototaxistas tienen sus estrategias para evadir a los delincuentes. Pero ya no
se puede pagar a diario una carrera en mototaxi.
—¿Cómo está haciendo la gente?
—Lo que está
sucediendo es que hay muchísima gente caminando desde su casa hasta abajo, un
viaje que debe durar en carro unos veinte minutos, la gente lo debe hacer en
una hora. Gente que cuando llega a sus trabajos ya está cansada. Y en la tarde
es peor: después de la caminata de la mañana, después del trabajo, sin haber
comido bien, tener que lanzarse la caminata hasta la casa es algo terrible. Se
necesitan buenas políticas públicas para mejorar realmente este servicio.
Por los
sectores de Carpintero cobran lo que les da la gana, no hay una tarifa fija. En
la mañana te pueden cobrar dos mil bolívares y a las siete de la noche te
pueden cobrar ocho mil. A veces, por desesperación, la gente los paga, pero a
veces ni siquiera la gente tiene efectivo. En el barrio vivimos continuamente
en una aventura. Todo se va sumando a una cadena de problemas, y esa cadena hay
que romperla con exigencias, pero la gente está como cansada. Pareciera que no quieren
alzar la voz, quizás por temor o desgaste ante los políticos responsables no lo
hacen. No nos queda otra que romper las cadenas por tanta opresión para poder
avanzar como sociedad.
—En espacios segregados, marginados,
la pobreza tiende a reproducir a la pobreza.
—Nos han
marginado, los gobernantes y la sociedad, pero también nosotros nos hemos
marginado. Siempre aparece el estigma cuando se escucha hablar de los sectores
populares. La pobreza tiene que ver con decisiones. Tú puedes nacer en un rancho,
pero si tienes visión de futuro vas a luchar y vas a tratar de superar todos
los obstáculos para tener una mejor calidad de vida. No tiene nada que ver con
pensar en “ser millonario” o “consumista”, sino en más oportunidades de
estudio, mejores condiciones en tu hábitat. Es una decisión quedarse en la
frustración o en seguir adelante.
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